Tengo un recuerdo de esos que están ya desgastados. Yo debía tener unos cinco años... estoy jugando con mi prima en el suelo de la terraza, inventando historias con pequeños personajes de plástico mientras mi abuelo nos mira, a sus dos niñas. Nos mira y sonríe dejando los ojos medio cerrados. Sentado en su silla es nuestro vigilante; no va a permitir que hagamos ninguna trastada, pero tampoco va a dejar escapar esa imagen de su cabeza. Sus dos nietas jugando, compartiendo risas e imaginación. Entre los destellos del sol que entran por la ventana se distinguen sus canas, una por cada recuerdo de su larga vida. Su mano posada sobre sus muletas, que le acompañaban al caminar, era ya algo característico. Es algo que siempre recuerdo, sus muletas. Y también recuerdo la paz que me invadía el alma al pensar que, allí, en el cielo, ya no tenía que utilizarlas porque ya no le dolía la pierna. Pero en ese momento yo no sabía que el dolor me invadiría tan pronto. Yo solo jugaba bajo la atenta mirada de mi abuelo, esa mirada llena de amor, llena de dulzura. Llena de todo lo que él era y de lo que sigue siendo para mí.
Hoy recordé ese momento. Supongo que me enamoré de ese instante y por eso no lo olvido. No lo olvido ni lo olvidaré porque el verdadero amor no se olvida, se queda grabado a fuego en la piel y recorre las venas de nuestro cuerpo para que todas y cada una de nuestras extremidades lo tengan presente siempre, igual de presente que tengo yo a mi abuelo desde que se fue.
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