DIEZ
Las paredes de los edificios que tiene a los lados van quedándose atrás a una velocidad de 40 km/hora. Con las manos en el volante, Berta presta atención al tráfico o, al menos, intenta hacerlo. No se quita de la cabeza lo que le ha propuesto su amiga. ¿Irse a vivir juntas? ¡Es una locura! No es que no le haga ilusión. Desde pequeñas fantaseaban con vivir juntas en una gran mansión llena de juguetes y con una cocinera que tuviera siempre pastelitos recién hechos y se los llevaran a sus habitaciones, donde nadie podría decirles que en la cama no se come.
A medida que iban creciendo, la casa iba evolucionando. Cuando tenía diecisiete años, ambas querían un piso pequeño par ano tener que limpiar más. En ese sentido eran más realistas que de pequeñas, pero no dejaban de fantasear con sus gustos y pasiones. Berta tendría en su habitación un vestidor para ella sola y una cómoda llena de maquillaje y esmaltes de todo tipo de colores. Además, las paredes estarían llenas de fotos de sus amigas, ya que en su verdadera casa, su madre no le permitía ensuciar la pared de ninguna de las maneras.
Por otro lado, África siempre soñó con una habitación azul verdoso, como el color del mar, y en ella pintaría grandes burbujas como si se encontrara en el fondo del océano. Una estantería estaría reservada completamente para las revistas de moda con las que no solo aprendía a combinar complementos, sino que también descubría nuevos enfoques y planos que más tarde pondría en práctica con su cámara de fotos. Al igual que su amiga tendría un vestidor, ella dedicaría su rincón personal de la casa a construir un estudio. Su propio estudio de fotografía. Y, sin tenía mucha suerte y todo le iba como ella quería, justo enfrente de su casa tendría un picadero en el que se alojaría su precioso caballo tordo.
Por desgracia, ambas tenían ya veinticinco años y era hora de poner los pies en el suelo.
Independizarse requiere mucha responsabilidad y, no es que ella no se viera capaz, pero le daba miedo. Irse a vivir con su amiga significaría que nunca más dormiría bajo el mismo techo de aquellos que le dieron la vida, que la vieron crecer y le dieron una educación. Nunca más se levantaría de la cama y vería a su padre tomándose el café en su taza roja, la que ella le regaló, mientra lee el periódico con cara resignación ante las noticias que se sucedían en él.
Comenzaría una nueva etapa en su vida. Una nueva etapa en la que su compañera sería África, su amiga desde siempre, desde que el mundo es mundo. O, al menos, desde que las dos tienen uso de razón. Sin duda, no estaría sola en esa nueva aventura. Ella le daría su apoyo siempre que lo necesitara y estaría a su lado los primeros días hasta que se acostumbrara a su nueva situación.
El semáforo se pone en rojo casi sin que Berta se dé cuenta y no le queda más remedio que pegar un frenazo. ¡Casi se lo salta! Menos mal que ha actuado a tiempo. Aprieta con fuerza el volante y se decide a dar el paso. Se va a ir a vivir con su amiga y no se arrepentirá de su decisión. Lo tiene clarísimo. Parece ser que, al fin y al cabo, el día no va a ser tan malo como pensaba. Es cierto que la prueba no le salió del todo bien. En realidad, no le salió nada bien. Pero una vez más, su amiga le ha demostrado que estará con ella siempre que lo necesite. Y, además, ha vuelto a ver al Señor Mateo o, como él quiere que lo llame, Alejandro.
Cuelga el móvil tras hablar con su madre y se siente culpable por no haber intentado darle un poco más de entusiasmo a su voz para que no notara que, esta vez, la negativa rotunda de los directores del casting le ha afectado tanto. Camina por la calle cabizbaja. No tiene ganas de nada. Solo quiere llegar a su casa y encerrarse en su cuarto esperando que pasen las horas y llegue la hora de dormir.
-¿Berta? ¿Eres tú?
La joven levanta la cabeza y, frente a ella, se encuentra a un señor de unos cincuenta años. La última vez que lo vio tenía más pelo y menos barriga, pero esa nariz picuda es inconfundible. ¡Sin duda alguna, es él!
-¡Señor Mateo! ¡Qué alegría volver a verle!
-Vamos chica, no me hables de usted, que han sido muchos los años que hemos pasado juntos. ¡Hay que ver lo que has crecido! ¡Estás hecha toda una mujer! Una mujer hermosa, todo hay que decirlo.
Berta se sonroja y agacha la cabeza. Por mucho que se repita la situación, no se acostumbra a que los hombres le piropeen.
-Está bien, Alejandro. Ya sabes que mi madre siempre se empeñaba en que te tratara de usted.
-Lo recuerdo como si fuera ayer. Qué tiempo aquellos ¿Verdad? Tus padres firmaban los contratos y a ti te encantaba jugar a las actrices, como tú lo llamabas. Fue una gran época.
-Y todo gracias a ti.
-Bueno, todos pusimos de nuestra parte. ¿Tienes algún proyecto ahora?
-Qué va... Hago todas las pruebas que puedo, pero no me suelen coger en ninguna y lo único que consigo son anuncios y poco más. Estuve unos meses en la radio, pero tuvieron que cerrar la emisora. En fin, que no he tenido mucha suerte.
-¡Pero si tú estás hecha para trabajar en esto! ¿Cómo es posible?
-A lo mejor es que, realmente, no valgo.
-¿Sabes una cosa? En la vida todo sucede por algo y tu y yo nos hemos reencontrado hoy después de varios años. Representante y representada. Algo nos tiene preparado el destino.
-Yo no creo en el destino
-Nunca fuiste una ilusa... y veo que no has cambiado. Ahora tengo prisa, pero -Alejandro saca una pequeña agenda del bolsillo delantero de su chaqueta y pasa las páginas a gran velocidad- ¿Tienes un ratito libre el miércoles que viene para tomar un café con un viejo amigo?
-Sí... creo que sí. De todas formas, no has cambiado tu número de móvil ¿No?
-No, no. Ya sabes que yo no me acostumbro a las nuevas tecnologías y procuro cambiar lo mínimo posible. Jajajajaja.
Ambos sonríen. Los reencuentros inesperados siempre producen alegría.
-Está bien. Nos vemos el miércoles. Yo tampoco he cambiado mi número. Ya me avisarás de la hora y el lugar.
-No lo dudes.
-Hasta el miércoles. Me ha encantado verte.
-A mí también, mi pequeña princesita.
Se despiden con un beso en cada mejilla y cada uno camina hacia un lado, pero no pueden evitar mirar atrás cuando ya han andado unos tres pasos y, cómo no, vuelven a sonreír.
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