DIECIOCHO
Paredes de un color naranja muy suave, con una cenefa de un par de tonos más oscura a media altura.
A África siempre le ha gustado recorrer ese pasillo que llega hasta la puerta de la casa de su jefe. Recuerda la primera vez que pasó por allí hacía justo un mes. Esa vez no iba sola, como ahora. A su lado se encontraba el hombre más apuesto que había conocido en su vida y sabía que no podía perder esa maravillosa oportunidad que el destino le estaba ofreciendo. El hecho de que fueran compañeros de trabajo y, más aún, de que fuera su jefe, hacía que no se dejara llevar por sus impulsos y se controlara bastante, lo cual le ponía más nerviosa. Ella estaba acostumbrada a actuar sin pensar, según le dictara su cuerpo, pero ahora debía reprimirse si no quería que su historia con su jefe acabara antes de empezar.
Habían pasado la tarde juntos y él la había invitado a ver su colección de fotografías, hobby que ambos compartían. Una vez dentro de la casa el señor Sauras consiguió que se tranquilizara. En ese momento no era su jefe, sino un amigo.
Charlaron, bebieron, rieron, cenaron juntos unas pizzas que pidieron por teléfono y, cuando llegó la hora de irse, él se ofreció a llevarla a su casa en el coche. Lógicamente, ella no se lo permitió. Ya era mayorcita como para volver sola a su casa. Además, tenía la Vespa aparcada dos calles más abajo, pero le agradeció el gesto con un leve beso en los labios al despedirse. No puede evitar reírse cada vez que lo recuerda. Llevaba toda la noche queriendo hacerlo pero no se atrevía y, en el último momento, lo hizo. No sabe cómo se atrevió ni por qué lo hizo, pero lo hizo. Se dejó llevar por sus impulsos y, cuando se dio cuenta de lo que había hecho, se dio la vuelta rápidamente y desapareció por aquel largo pasillo naranja. Cuando llegó a su casa, miró el móvil y leyó el único mensaje que tenía. "Ya era hora de te comportaras tal y como eres. Me encantas". No podía creérselo. Había estado en casa de su jefe, le había besado y ahora él le mandaba un mensaje. No sabía cómo debía sentirse o si lo estaba haciendo bien o mal. Solo sabía que no podía evitar sonreír y, con esa misma sonrisa, se fue a la cama a soñar con él.
Ahora volvía a estar allí. Delante de esa puerta que le separaba del único amor, su amor. Esta vez no estaba nerviosa, sino feliz.
Abre su minúsculo bolso de fiesta y saca de su interior un espejo pequeñito en el que se mira para colocarse bien el flequillo. Si no lo tiene bien colocado, nada le saldrá bien esa noche. Su flequillo para ella es como el pelo para Sansón. Es el que le da fuerzas para enfrentarse a todo y hoy es un día muy importante. Necesita asegurarse de que todo sigue en su sitio y, tras hacerlo, guarda el espejito, se alisa el vestido y llama al timbre.
"Din, don" .
¿Quién será a estas horas? Miguel no espera a nadie. Ni siquiera tiene el aspecto adecuado para abrir la puerta. Le da mucha pereza vestirse, pero no puede presentarse ante nadie con un pantalón viejo de pijama, descalzo y sin camiseta. Se para a pensar un momento y, tras mirar el reloj, decide abrir la puerta así, tal cual. Siendo tan tarde, al otro lado de la puerta solo puede estar una de sus vecinas quejándose por cualquier tontería y, con lo cansado que está, no le compensa vestirse. Parece mentira que viviendo en uno de los edificios más caros de la ciudad, tenga que aguantar a vecinas pesadas cada dos por tres. Se supone que en ese edificio vive gente con clase, distinguida, que se dedica a llamar a las tantas a puertas ajenas.
El timbre vuelve a sonar y Miguel corre hacia la puerta, aunque preferiría fingir que no está en casa y así no le molestarían. Respira hondo para relajarse, no quiere parecer alterado y abre la puerta cabizbajo.
Esperaba encontrarse unas piernas arrugadas por el paso de la edad, pero lo que ve son unas preciosas piernas torneadas. Unas piernas morenas que reconoce a la perfección. A medida que va subiendo la mirada, le gusta más lo que va viendo.
-¡África!
-La misma. Y hoy vengo dispuesta a que me colonices. -La joven deja las bolsas con la comida en el suelo y le da un beso al chico del pijama. Un beso apasionado de esos que no solo demuestran amor, sino también tensión sexual. Se agacha, vuelve a coger las bolsas y pregunta.
-¿Puedo pasar?
-Cla... claro. ¿Qué haces aquí? -No sabe lo que está pasando. África es la última persona que se esperaba encontrar tras esa puerta. Hace tan solo un rato que ha hablado con ella por teléfono y no le había comentado nada. Vaya sorpresa se ha llevado. La chica entra y comienza a explicarse.
-Es que estaba hablando con el aburrido de mi novio y, como tenía que trabajar mucho, me ha colgado, así que he venido a verte a ti.
-Pues no será tan aburrido tu novio porque, según me han dicho, le quieres mucho ¿Me equivoco?
-Hombre, mucho, mucho... tampoco.
-Anda, ven aquí. -Miguel agarra a su chica por la cintura y le da un beso. -Este mes ha sido uno de los más felices de mi vida. Te quiero.
-Yo a ti también, mi amor.
Y siguen abrazados durante unos segundos más, mirándose a los ojos, hablando con la mirada.
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